Un accidente de tráfico es el prejuicio ocasionado a
una persona o bien material producido a través de un medio de locomoción
derivado mayoritariamente de alguna acción negligente, irresponsable ya sea de
un conductor, un pasajero o un peatón, así como los también producidos por
fallos mecánicos o condiciones ambientales meteorológicas entre otras causas.
Por esta causa, solo en España mueren varios miles
de personas al año. Pero el daño que hacen estos siniestros no se mide en
muertes, se miden en traumas, en familias rotas, en heridos, en mutilados, en
gente en silla de ruedas, en gente marcada de una u otra forma para toda la
vida.
Nos han avisado casi de todas las formas posibles,
pero la era visual ha hecho que cualquier imagen, incluso por explicita que sea
no nos afecte lo más mínimo, no nos impresiona, vemos cosas más duras y con
mejor perspectiva en los cines o en Internet. Tenemos la sensación de que el
mensaje es algo así como el de no fumar, el de comer sano o hacer deporte, un
clásico de nuestra vida, le mensaje ha perdido atención por parte de nuestro
cerebro a lo largo de los años. Nos montamos en un coche y se nos olvida todo,
porque vamos muy cómodos sentados en nuestro asientos ergonómicos, con la
temperatura perfecta que nos ofrece nuestro climatizador, sin vibraciones con
nuestro sistema de amortiguadores, guiados por nuestro navegador GPS,
escuchando nuestra música preferida con sonido envolvente. Estamos mejor que en
el sofá de casa, la tecnología al servicio de la pérdida de atención, al sueño
de los sentidos, a la perdida de la sensación de peligro.
Pero como decía, lo más duro de un accidente nunca
es ver el coche hecho un amasijo de hierros, ni la señal de los neumáticos en
el asfalto, ni la barrera protectora rota, ni la sangre en suelo, ni los
cristales rotos, ni las mantas térmicas de color oro, ni el bote de suero, ni
la camilla, ni el cuerpo tapado a un lado de la carretera, ni la reanimación
cardiorrespiratoria, ni los guantes de látex, ni la cirugía de urgencia, ni los
huesos rotos, ni los miembros seccionados. Lo más duro es lo que viene después,
pero no inmediatamente después, si no la larga condena que les queda a los que
se quedan. A la familia del que muere, al que queda marcado, con una lesión,
con una amputación, con movilidad reducida, con daños cerebrales. A todos ellos
les queda un largo un camino, un camino que siempre estará marcado por ese día
en que tuviesen o no la culpa se vieron implicados en un accidente. Porque no
parecía que nos jugábamos tanto cuando estábamos tan cómodos, cuando nos
pensamos más listos que los demás, cuando hablábamos por teléfono, cuando
miramos un segundo algo a un lado de la carretera, cuando nos tomamos solo esa
copa, cuando tuvimos una vaga sensación de cansancio, cuando presionamos al de delante
nuestro para que se apartase para ahorrarnos unos minutos.
Uno de los grandes problemas de estos accidentes es
que se basa en la colaboración de todos, no sirve de nada que unos respeten y
sean conscientes del peligro que existe, mientras otros, creyéndose más listos que
los demás, no lo hagan e infrinjan y frivolicen con su comportamiento sobre el
gran riesgo en el que se ponen ellos y a todos los demás. El egoísmo como
siempre, viene a ser el gran escollo a superar, en un sistema, como otros
muchos, pensados en una responsabilidad y en una honestidad que luego no
aparece.
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