Cuando veo a una
persona muy mayor por la calle vuelvo a fantasear con el cómo podría ser mi
epílogo si consigo llegar a esa edad (que por otro lado, dudo seriamente).
Me imagino
compartiendo autobús al lado de, prácticamente, recién llegados al mundo,
compitiendo con ellos por un asiento, me imagino esas miradas a caballo entre
el asco, la pena y el desdén, me imagino ese choque entre la paciencia infinita
y la inmediatez, entre los valores sólidos y la falta de ellos, entre el saber
estar y el humor más simple.
Porque normalmente,
mientras vas viviendo y todas tus capacidades están intactas piensas que nunca
llegará el declive, cualquier atisbo de madurez física o mental es vista como
una amenaza por el adonis, que intenta alargar su periodo de reinado, como si
solo en esas circunstancias, favorables e intactas, se pudiese conquistar la
gloria, cuando esta está estrechamente más relacionada con las circunstancias
externas que con las internas.
Me imagino con unos
hijos demasiado ocupados para pasar un rato conmigo lo suficientemente largo
para hablar de algo más que no sea que tiempo hace y otros entremeses típicos
de cualquier conversación, demasiado ocupados para hacer siquiera una llamada,
sin devolver ni una pequeña parte del tiempo que tú le dedicaste en su día, de todo
el sacrificio que hiciste en tu propia vida a su favor, sin pensar en nada más
que su propio presente como si un futuro, como el que tiene delante, arrugado,
no fuese a llegar, como si sus hijos propios fueran mejor que ellos mismos
cuando llegue su momento, como si los búmeran no volviesen.
Me imagino en la
decrepitud final, con movilidad reducida, ver como aquellos que no tenían
tiempo lo sacan para aparcarme en alguna residencia o algún sitio peor, rodeado
de extraños, viendo como dependo de personas que no sabían de mí hasta el día
de ayer, orinándome encima, con las
necesidades de un recién nacido, con la frustración de un cerebro de mi edad,
la larga espera, la lenta marcha, despojado de todos los logros de mi vida,
despojado de mi decencia, aferrado mentalmente a todo aquello que tuve y todo
lo que fui, sin nadie que quiera escuchar todo lo que tengo que decir, porque
seguramente todos quieren comprobarlo por ellos mismos y repetir una y otra vez
el ciclo, repetir una y otra vez los mismos errores. Exiliado de mi propia
vida, de mi propia casa, ambientado con olor de alcohol, talco y ambientador
barato, rodeado de pañales, gasas, pastillas de diferentes colores
suministradas en diferentes dosis, de desconocidos, de llantos, de lamentos, de
bastones, sillas de ruedas y arrugas por doquier.
Dicen que es el ciclo
de la vida, aunque más bien debería de llamarse el ciclo de la muerte, ese
tiempo entre la espera y la oscuridad, despojados de todo lo que nos hacía ser
nosotros mismos, lo que nos hacía sentirnos vivos y pertenecientes a este
mundo, destinados a permanecer en un rincón sin molestar, sin nadie que quiera
escuchar lo que tenemos que contar en nuestro epílogo, sin nadie que se quede a
escuchar las conclusiones finales de nuestra vida. Desde luego, hay muchas
formas de morir sin que tu corazón deje de latir, y este epílogo es, por
desgracia, la más común y cruel de las maneras.